miércoles, 16 de noviembre de 2016


Mi intento de autoedición y el efecto desarrollo humano



Cuando entré a la clase de Diseño editorial hace más de un año nos dijeron que de trabajo final tendríamos que entregar un libro. Por compañeros que ya habían cursado la clase supe que algunos habían publicado sus propios trabajos entre cuentos, novelas y poesías. Otros simplemente habían optado por publicar algún gusto personal y nada que proviniera de su propia mano.

       Mi primera idea sobre ese libro, como suelen ser las primeras ideas, fue ilusoria y con poco sustento en la realidad. Imaginé los acabados y el contenido del libro a la perfección. Decidí que era tiempo de ponerme del lado de los que se auto-editan para ver a qué sabía esa pequeña probada en la edición. Quería sentir esa especie de fetiche egocéntrico, si es que así se le puede llamar, de ver tu nombre en la portada de un libro. El resultado fue un intento de libro llamado Miserias escriturales. El contenido del libro lo pensé en tono de un largo desahogo por la insatisfacción que en ocasiones suele causar la propia escritura y los efectos que eso genera. Pensando bien la idea inicial y ya con algunas ideas aisladas por escrito me pareció que el libro tenía un aire hacia la escritura de desarrollo personal. Llevaba redactadas quejas hacia todo lo que tuviera que ver con la escritura y después intentaba darles un razonamiento y una justificación, como si en eso fuera a encontrar un poco de aliento.

       Días después, al ver el borrador me di cuenta que lo único que hacía era acumular quejas y que probablemente a nadie le interesaba leer un libro lleno de quejas personales y académicas mal escritas. Así que dejé de lado ese libro y terminé por editar un librito llamado No escritores. A contrariedad de la primera idea, este libro resultó ser un compilado de textos motivacionales para escritores principiantes. Los textos los recolecté de diferentes sitios web dedicados a motivar en el ámbito de la escritura y el libro resultó tener desde el clásico y desgastado consejo de Stephen King hasta consejos de grandes escritores como Quiroga o Faulkner. Ahora que veo el libro me pongo a pensar en la acomplejada actitud que resultó el haber considerado la auto-edición y todo el largo recorrido que tuve que hacer para publicarme a final de cuentas un libro de autoayuda.

jueves, 3 de noviembre de 2016


LA CONFESIÓN DE UN CRIMEN

Cuento



       −Verá, más de alguno me ha acusado de desvarío por la historia que le cuento, pero estoy seguro que usted me creerá hasta el más mínimo detalle si me permite contarle esta historia hasta la última palabra.
       −¿Qué es lo que le hace creer eso?− le preguntó el abogado sin interés evidente mientras echaba una mirada rápida a la celda− Hasta el momento no me ha contado nada que pueda usar en su defensa.
       −Usted ya debería saberlo después de haber representado a tantos− contestó el criminal.
       El abogado se removió en su silla, acaso intimidado, fastidiado de tanta palabrería o queriendo aparentar que llevaba el hilo de la confesión. Como no dijo nada, el criminal continuó:
       −Así había sido aquel primer encuentro. En ese momento no pude saber si lo que proponía era una afirmación o un juego de sarcasmos. Era apenas un muchacho muy susceptible− El criminal se limpio el sudor de la su larga frente− Pero quite esa cara, me dijo Harold dos años después como un hilo entre el tiempo que apuntalaba su sarcasmo, que de aquí nadie sale perdiendo. Él había afirmado que nadie saldría perdiendo aquella ocasión, que su experiencia en el negocio lo aseguraba. Veme, le diría tras la primera pérdida, te parece que yo he salido ganando. Vamos, no te pongas como un animal, me respondió con toda calma, que aquí no perdemos la cordura por unos cuantos dólares, ni mucho menos por unas cuantas palabras.
       El criminal guardó silencio repentinamente como si pensara un poco antes lo siguiente que debía decir para su defensa, se ajustó las esposas como si fueran un caro reloj de mano y dijo:
       −Mi desgracia le venía en un chiste a él, eso se lo puedo asegurar. No podría haber otra explicación, Harold sentía una repulsión tan natural hacía mí, la misma que se siente hacía un estafador de menor chonga. Cuando fijamos los porcentajes le exigí un cuarto de mi parte por adelantado pero él sólo me miró, por largo tiempo, evaluándome si era digno de tal adelanto. Me quedé quieto, esperando su respuesta, pero él se giró a la ventana y soltó una risotada hacia el exterior, como si por fin hubiera entendido el chiste de la situación. Pero si ya veo que has perdido la cabeza antes de lo esperado, me contestó Harold entre el ristre de sus dientes.
       El abogado miró su reloj y anotó algo en el cuadernillo con un bolígrafo largo y elegante que tomó del bolsillo derecho de su saco y echó una mirada al criminal. Éste creyó que el abogado anotaba algo de importancia, así que continuó:
       −Tras haber escuchado esas palabras debí de haberme ido, pero como todo estafador, me hizo caer en su trampa una vez más. Debí saber que quien traiciona una vez, no lo duda una segunda. Recuerdo que cuando estrechó mi mano para cerrar el trato, una vez más, sentí que todo era un presagio, uno verdadero, para mi mala fortuna como descubriría unos años después. En aquel entonces yo era demasiado joven, lo suficiente para caer en el engaño de un estafador de tercera. Era apenas un muchacho− aclaró de nueva cuenta el criminal como si la inocencia de la juventud le eximiera de toda culpa, pero el abogado no pareció entrever nada en aquella aclaración− Tras salir de la oficina, bajé las escaleras del edificio tratando de disipar la mala fortuna que se estrechaba dentro de mí. Ahora eres parte de la familia, me había dicho Harold, como si sus palabras significaran el verdadero cierre de ese trato maldito o me cobijaran en los brazos de alguna mafia. Ya lo veremos, dije para mis adentros, anticipando el asesinato si sus palabras se convertían en un engaño con que alargar mi desdicha.
       −¿Entonces confirma que fue premeditado?− dijo el abogado sin sentimiento alguno, anotó algo más en el cuadernillo y apagó la grabadora.
       −No la apague aún− dijo el criminal de inmediato− permita que termine mi historia para que comprenda las razones de todo y así la claridad de mis intenciones.
       El abogado echó una mirada al guardia, se ajustó su reloj de mano y asintió con la cabeza. Continúe, dijo por fin pero no encendió la grabadora.
       −Apenas hubo pasado una semana cuando el diario llegó con el artículo de la caída de la bolsa. Leí la noticia con el terror real de lo que se avecinaba. De inmediato salí de mi casa y al llegar al despacho vi la puerta de su oficina cerrada. En ese momento el edificio me pareció desgastado, como si ante la tragedia se revelara con su verdadero rostro. Abrí la puerta sin antes tocar, sin embargo Harold me dijo que pasara, como si no hubiera nada de preocupante aquella mañana. Debo admitir que sus palabras me causaron mucha gracia, me dijo Harold refiriéndose al comportamiento alterado de mi llegada, pero usted sabe mejor que nadie que el mundo se hizo para gente astuta, dijo en su mal español. En aquel momento no pude descifrar sus palabras como parte de su engaño, vi más bien en ellas un consejo paternal. Permanecimos en silencio unos minutos en los que cada uno nos habíamos sumergido en nuestras propias reflexiones. ¿Cigarrillo?, le pregunté para romper el silencio incómodo en el que habíamos caído a base de nuestras acusaciones. Por favor muchacho, me dijo, que la vida se me ha ido en ello. Tomó un cigarrillo y lo encendió él mismo con un encendedor plateado que traía en el bolsillo de su camisa. Ese gesto egoísta, ese gesto mínimo, me había anticipado que él no saldría perdiendo en este juego, que tenía sus propios trucos guardados en sus bolsillos. Extendió su mano y acerqué mi cigarrillo al fuego. Así está mucho mejor, le dije, ¿no lo cree? Por supuesto, respondió tras dar una larga calada. Sin embargo en ese momento entendí que había perdido la primera jugada.
       −Limítese a contar detalles relevantes− interrumpió el abogado y echó una mirada rápida al guardia que lo custodiaba.
       −Todo lo que le cuento es relevante- contestó el criminal indignado ante aquella instrucción.
       −Continúe−dijo de nuevo el abogado disgustado por aquel loco.
       −Desde entonces han pasado treinta años y la fortuna nos abrazó de forma distinta a los dos. Pero debo confesar que ahí fue la primera vez que lo imaginé sin vida. No me pregunte por qué, que ni yo mismo le pueda dar una respuesta clara a semejante pregunta, aunque aquí me tenga explicándole motivos.
       Esas últimas palabras le generaron al abogado un sentimiento de repentina franqueza.
       −Lo único que puedo asegurarle− continuó el criminal− es que en ese momento yo me vi victorioso, capaz de anticiparme a su futura traición. Se debe de estar preguntando porque dejé pasar tantos años para llevar a cabo mi venganza. Le diré algo, no es que haya tomado la decisión de esperar todos estos años, sino que uno tarda en agarrar el suficiente valor para cometer un crimen de esta naturaleza. Como le he reiterado en otras ocasiones, los años me enseñaron que esto no se puede dejar por mucho tiempo, a cuenta de que uno termine matándose. El odio y el rencor siguen creciendo si uno no extermina la fuente de su sacra emanación. Así que tuve que decidir. Vaya y dígale a los jueces que aquello no se podía saldar más que con la muerte, que si no hubiera nacido con el mal de nervios hubiera seguido con esa carga sin ningún problema, hasta el último de mis días.
       El abogado se quedó pensativo un momento, impresionado sorpresivamente por las últimas palabras del criminal. Vio su reloj de mano y echó una mirada al hombre enflaquecido por la vejez que vestía el traje naranja.
       −No cederán− concluyó con firmeza, como si no hubiera prestado atención alguna a lo que le acaban de narrar.
       −Pero usted debe contarles lo que le he contado− le increpó el viejo llevándose una mano a la cabeza encanecida− que toda esta historia no se puede contar de una sola vez en el banquillo de los acusados. Ellos deben conocer los verdaderos motivos de mi crimen− dijo casi en un ruego.
       −Lo mejor será que confiese− dijo el abogado poniéndose de pie− quizá así despierte un poco la simpatía de los jueces y decidan evaluar su caso.
       −Pero aún no he terminado de contarle todo…
       El abogado caminó hacia la salida y apenas hubo cruzado el umbral el oficial cerró la reja como si temiera que aquel viejo loco se levantara repentinamente con la estrategia premeditada de un escape. Sin embargo éste se limitó a recostarse en el camastro desgastado. Los verdaderos motivos de mi crimen, repitió para sus adentros. Pasados unos minutos, recostado, se dijo que él era el que había ganado al final de cuentas. La profecía que le arrojó una noche a modo de una ofensa a Harold, había surtido efecto. Se giró y se regocijó con la idea de que había pagado su culpa. No podía ocultar la evidente emoción que le había embargado acabar con ese estafador, aunque Harold fuera ya un viejo más moribundo que él, y le llevara algunos años de cárcel por ello.
       −Al final− pensó. Los dos hemos caído en una jaula, una de la que no podremos escapar jamás.